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Remembranzas de la medicina Colombiana

Por Israel Díaz Rodríguez

Nos recuerda la prensa local – igual lo hará la internacional – que hoy (23  de Abril) se celebra el día del Libro, para quienes amamos los libros y cuando digo los libros  me refiero a ese compañero silencioso, fiel consejero, que te acompaña donde quiera que vas ofreciéndote e incitándote a que abras sus páginas, las cuales guardan todo cuanto significa cultura, que todo te lo brinda sin exigirte nada más que lo cuides, que no lo maltrates, que no le expongas a esos enemigos como son los ratones, que ignorantes roen sin piedad sus hojas arruinándoles totalmente.

Al libro se le quiere, se le ama, se le cuida y desde los anaqueles te está  invitando a que lo acaricies, a que lo tomes de tu mano y lo abras para brindarte el solas que andas buscando. ¿Cuántas veces bien sea  una mañana, un medio día, una tarde, inclusive una noche de desvelo no ha sido un libro el que te haya traído el sosiego que de otra manera no has podido conseguir?

Personalmente a mí, siempre me ha gustado deleitarme leyendo un libro, y recuerdo que desde que aprendí a leer, en aquel  libro Primario de Mantilla, fuente inagotable de sabiduría, hasta el día de hoy no tengo otro pasatiempo – si es que leer – se le puede llamar pasatiempo.

Durante mi paso por la escuela primaria además de los libros de texto, me deleitaba leyendo las revistas que llegaban enviadas por el ministerio de Educación y ya como estudiante de bachillerato, leí en la biblioteca por primera vez: MARIA de Jorge Isaac, seguidamente La Vorágine de José Eustacio Rivera; de ahí en adelante he leído tanto; lo confieso, de manera desordenada que no me atrevería a enumerar los autores leídos para no correr el riesgo de posar como presumido, petulante o mentiroso. Todavía recuerdo la vergüenza que pasé el día que asistía a la presentación del libro de un intelectual aquí en Barranquilla.

La verdad sea dicha, yo había leído unos dos libros del autor, por eso al terminar su presentación de ese día, me acerqué a él y le dije: yo he leído sus libros, seguidamente me sorprendió con esta pregunta. ¿Cuál de ellos? Quise responderle citando el nombre de una de sus obras, pero me abstuve de hacerlo porque en realidad no me acordaba muy bien del nombre de ninguna.

Cuando mi hijo varón tenía unos seis o siete años, todos los sábados me acompañaba a la librería Nacional,  él se dirigía de inmediato al lugar donde estaban los libros y revistas para niños mientras yo recorría la librería buscando los autores que el librero me recomendaba.

Recuerdo que un día como de costumbre, llegamos a la librería, después de nuestro recorrido, compramos, no recuerdo bien, cuantos libros, al salir los puse sobre el carro luego de dejar a mi hijo cómodamente sentado y bien sujeto a su sillita, entré, cerré las puertas poniéndoles su seguro, salimos de vuelta a la casa y al llegar fue  cuando nos acordamos donde había puesto los libros; nos devolvimos para ver si estaban en el suelo; nos consolamos pensando que algún lector se los había encontrado.

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Por Israel Díaz Rodríguez

Por lo menos una vez a la semana recibía una nota de mi amigo José Vicente; lo hacía siempre comenzando su escrito con estas palabras: “Del libro lo que nos queda cuando ya no nos queda nada”. José Vicente y yo comenzamos el bachillerato juntos en el Colegio Departamental de Bachillerato de Cartagena en el año 1941 y como teníamos la misma edad, nos tocó el célebre QUINTO GRUPO donde estaban todos los “veteranos” o sea, aquellos eternos estudiantes, haraganes, que nunca ganaban el año con el propósito de seguir allí, para eso, no estudiar.

Una vez que terminamos medicina, José Vicente se fue a su tierra natal donde cumplió con el requisito de la llamada en ese entonces (1952) medicatura rural,   allí cumplido su año después de graduado, siguió ejerciendo en María la Baja – su pueblo – donde además de ejercer su profesión de médico, incursionó en la política partidista como alcalde estimulado por los jefes de su partido liberal, de esta incursión quedaron muchas anécdotas que él relata en las páginas del libro: “CUENTOS, ANECDOTAS Y  RELATOS DE SIETE MÉDICOS CARIBEÑOS” , que escribimos a siete manos.

Jose Vicente tenía un especial sentido del humor por eso fueron muchas las anécdotas que se contaban de él por su participación como aquella que: yendo en una excursión  del grupo de estudiantes de último año del Colegio Departamental para el interior del país en el barco “Atlántico”, a un compañero se le extravió su billetera con cierta cantidad de dinero.

Se sospechaba de otro estudiante que tenía fama de pobre, este joven ofendido y puesta en duda su honradez, con las manos en la cabeza, gritaba por todo el pasillo del barco: “Me han ofendido poniendo en duda mi honradez. ¡Oh! Mi reputación”

Por Israel Díaz Rodríguez

Según los enunciados en la prensa comercial y la científica, cada día aumenta  el número de personas afectadas por la enfermedad de Alzheimer, se consideraba que esta fatal afección era más frecuente en aquellas personas que habían llevado una vida en la que,  no ocupaban su cerebro en  nada que les obligara a hacer algún esfuerzo para usarlo, esto es, pensar, discernir, o resolver problemas que les fuere necesario hacer uso de la cabeza, como vulgarmente se dice.

En ya lejanos tiempos, cuando éramos estudiantes de medicina, a aquellas personas llegadas a cierta edad que traspasaran los sesenta o setenta años, quizás menos, puesto que los jóvenes éramos dados a considerar viejos a los mayores de cincuenta años, que comenzaban a perder la memoria, se decía de ellas que estaban ya sufriendo de “Demencia Senil”, es decir se asignaba el envejecimiento cerebral a los cambios físicos,  como lo eran las arrugas de la cara, las canas, la pérdida de las piezas dentarias y otras pérdidas que no son del caso mencionar en este artículo.

Los siquiatras han recomendado siempre a las personas que se quejan de pérdida de la memoria, que se dediquen a alguna actividad que les ponga de alguna manera a funcionar las células cerebrales. Entre las recomendaciones más comunes estaba y aún sigue ocupando el primer lugar, resolver crucigramas. Yo particularmente en mi práctica profesional, no fui muy partidario de esto de los crucigramas, pues el solo hecho de tener que estar en un lugar tranquilo que permita la suficiente concentración, cargar con un Diccionario, lápiz y el periódico o la revista donde aquellos aparecieran de por si dejan de ser prácticos.

Después de un diálogo con la paciente, terminaba haciéndole las siguientes preguntas: Señora le preguntaba a la consultante – siempre eran mujeres dado mi especialidad - ¿Le gusta a usted la poesía,  cantar no importa que solo se atreva a hacerlo en el baño? A su respuesta, le recomendaba: ejercite su memoria aprendiéndose poemas, largos o cortos, aprendiéndose o recordando canciones del pasado o presente, o aquellas que le oyó cantar a su mamá cuando la arrullaba a usted en su regazo haciéndole las trenzas para ir al colegio, o las canciones que tanto le impresionaron en su juventud, cuando al oír en serenata, un romántico bolero ejecutado al pie de su ventana por un trío llevado por el pretendiente de turno que seguidamente la hacían entrar en arrobamiento. ¡Recuerde esos instantes, despierte a su memoria que lo que está es dormida!.

LA CUARENTENA SIGUE  PERO LA VIDA TAMBIEN

Por Israel Díaz Rodríguez

Seguimos en cuarentena, la ciudad permanece quieta, un silencio como nunca reina en todo el ambiente, las calles que durante todo el año permanecen colmadas de autos, de gente que va y viene, de los voceadores de frutas, del que va en su carreta tirada por un caballo anunciando desde un micrófono que compra toda clase de aparatos en desuso, como aires acondicionados, puertas y ventanas con varillas de hierro, ETC. ETC.

Yo que siempre he preferido el silencio, que prefiero permanecer en casa y evitar las salidas a la calle y, que solo lo hago cuando  mis hijos me invitan a comer a sus casas, observo que este silencio, este silencio de la ciudad, me inquieta; consciente de que esto seguirá quien sabe por cuánto tiempo, trato, y lo consigo, de recrearme haciendo lo que he venido haciendo durante los largos años que diariamente hago desde mi retiro profesional.

Pero hoy 18 de Abril, me despierto y antes de abrir mi correo en mi teléfono celular, me viene a la memoria el recuerdo grato, pero que no deja de convertírseme en nostalgia cuando se me ocurre recordar una noche de Navidad en que mis hijas llenando el ambiente de alegría juvenil, entonan en coro esa bella canción de Cher, llamada “Believe”.

Por Israel DÍAZ RODRIGUEZ

Reflexión

Cuando yo comencé a tener uso de razón le oía contar a mis mayores, a esos venerables ancianos a quienes nosotros llamábamos “viejos” no por considerarlos como objetos desechables, sino todo lo contrario, les respetábamos, les venerábamos y obedecíamos sus llamadas de atención, sus advertencias, y consejos.

Hoy, la cosa es a otro precio, dizque para no ofenderles, les llaman los de la tercera edad y no abuelos; pero en cambio no se les acata ni respeta debidamente como en efecto lo merecen. Pero es que también, hay muchos abuelos “modernos “que le prohíben a sus nietos que les digan: “abuelo fulano” porque eso dizque les hace viejos; cuando no hay cosa mas bella en la vida que le alegre a uno tanto como oír la voz tierna del nieto cuando te dice: “abuelo buenos días, como amaneciste”.

Cierro esta parte de mi columna de hoy para comunicarles que para mí nada en el mundo me agrada tanto que mis nietos, sus padres y hasta sus amigos me digan “abuelo” Me enaltece, me  satisface porque siento que dentro de la diferencia que hay entre un nieto y un abuelo en cuanto a la edad, el nieto está reconociéndome dignidad,  respeto, y autoridad.

La virgen del Rosario y su esposo San José

Bien, hasta aquí estas reflexiones porque hoy lo que en realidad me ha movido a escribir mi nota, es un acontecimiento que me ha llevado a recordar ese tiempo de mi niñez cuando oía a los abuelos hablar de las grandes crecientes del río Magdalena y las inundaciones que causaba a toda una comarca al salirse  sus aguas del cauce natural; nos hablaban de las grandes crecientes de los años 1914 y 1916 que por su magnitud causaron tantos daños a las poblaciones ribereñas dejándolas desoladas y en completa ruina.

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