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Remembranzas de la medicina Colombiana

Por: ISRAEL DÍAZ RODRÍGUEZ

Todos los jueves por la noche, la MACAYEPOS, atracaba  en los muelles de los PEGASOS junto a otras embarcaciones menores de las tantas que bordeando las costas del Caribe Colombiano, hacían el tránsito entre Cartagena, Tolú y algunas ciudades del Sinú.

 

El viejo Fico, lobo de mar, luciendo cachucha marinera, fumando su pipa y en bermuda color azul marino, orgullosamente vigilaba desde el puente de mando el personal que entraba y salía de la nave.  Esa noche del día 8 de junio, cuando más contento estaba, feliz por el buen viaje que había hecho, llegamos nosotros acompañando a su hijo en medio de una algarabía tan grande, que los marineros entre sorprendidos y rabiosos, estaban muy cansados, considerándonos tal vez unos ladrones, trataron de impedirnos la entrada.  Olvidándose por un momento, que éramos los mismos que semanalmente acompañábamos al hijo del capitán a  hacer esta visita. Éramos sus amigos y en verdad el viejo nos recibía siempre con mucha cordialidad y nos había acostumbrado  que cada vez, nos daba de comer a bordo esos manjares con que se deleitaban los marineros y que para estudiantes mal comidos en pensiones de tercera, resultaban una verdadera bendición del Cielo.  Comíamos hasta reventar y el viejo, dichoso, nos incitaba a comer más y más, diciéndonos: “Coman muchachos ya que Dios los trajo donde hay”.

 

Pero ese día, 8 de junio, diez de la noche, Felipe, el hijo del capitán, no se acercó a la mesa, se llevó al viejo un poco lejos de nosotros y seguidamente le dijo algo al oído, el rostro de su padre se transformó pasando de la alegría a una manifiesta tristeza y melancolía.

 

Comimos como de costumbre, pero el viejo sin disimular su gran preocupación, nos llevó a su camarote en donde había una rústica cama, un pequeño escritorio sobre el cual estaban: una lámpara de gas y unos libros amarillos, algunas de cuyas hojas estaban parcialmente rotas.

Por Israel Díaz Rodríguez

Fernando era un joven cubano,  exiliado de los primeros profesionales médicos que salieron de su país dejándole todo, que solo pudieron traerse a los Estados Unidos, aquello que el régimen totalitario no pudo quitarles, su profesión. Casa, oficina, pacientes, carro y lo más doloroso; sus padres, hermanos y amigos, quedaron en la isla; colegas,  compañeros de trabajo en el prestigioso hospital  CALIXTO GARCIA  de la Habana.

En los Estados Unidos, fueron recibidos y mediante un fuero especial, que les permitia trabajar en hospitales  mientras se preparaban estudiando para  revalidar sus licencias. De esta manera al tiempo que estudiaban, les remuneraban el trabajo, algunos eran ya especialistas en Cuba y dominaban el inglés, otros no, entre estos estaba Fernando que no sabia una sola palabra de dicho idioma, esto le atormentaba sobre manera, pues cada vez que había una reunión su participación era nula,  sobre todo cuando se trataba de temas  que él conocía perfectamente, pero  al no entender lo que se hablaba, por no fastidiar a los que  si sabían,  preguntándoles , o sea que le tradujeran,  optaba por retirarse de la reunión muy amargado, según me lo contaba.

Fernando era un joven alto, esbelto  de piel rubia y aunque había quedado calvo prematuramente, resultaba muy atractivo para las damas, pues además, tenia la ventaja de ser soltero, muy reservado, hablaba siempre en voz baja, detestaba la vulgaridad  y no era hombre de bromas pesadas.

El grupo  que   hacíamos el internado rotatorio, estaba conformado por bolivianos,  dominicanos, colombianos, filipinos pero  la mayoría eran cubanos, estos algunos ya mayores, pero Fernando era muy joven. Pocas veces se juntaba con sus paisanos, en cambio, conmigo hizo una amistad tan estrecha, que no daba un paso sin consultármelo , me buscaba  para solo charlar y, cuando estábamos de turno en el hospital pasábamos la noche en vela hablando de todo, principalmente de su vida en la Habana, su ejercicio profesional, de sus  padres y hermanos.

Me contaba  como había sido la llegada de sus padres a Cuba desde la lejana Galicia en España, las dificultades que habían tenido para adaptarse al medio y como lograron  organizar un negocio en metales preciosos, sobre todo oro,  convirtiéndose finalmente en un joyero experto quien con solo observar una   piedra preciosa, por ejemplo, un diamante o una esmeralda sabía si era o no legítima.

No importaba ser médico graduado en Colombia, en Los Estados Unidos para poder ingresar a un Hospital aprobado  en cualquiera de sus estados, rigurosamente había  que presentar  el examen del ESCMFG  órgano que evalúa el conocimiento del aspirante y de pasarlo,  puede aplicar para hacer el internado rotatorio durante un año, y luego aspirar a hacer la especialidad en cualquier hospital - aprobado por supuesto - del país y este si tiene cupo, se lo concede ‘si nó, esperar un año más.

Este examen que tomaba todo un día y a veces dos para responder el número de preguntas que versaban sobre todas las materias  de la medicina, por el sistema llamado de “libre escogencia” todo en inglés, para uno cuyo conocimiento profundo del inglés era imperfecto, resultaba supremamente difícil; yo tuve que presentarlo tres veces, pues la primera vez que lo intenté lo perdí, la segunda vez aprobé la parte médica pero no así la parte del inglés.

Cuando me proponía a hacerlo, esto es, volverlo a presentar, las autoridades del hospital donde trabajaba, enviaron una carta a los directivos del EMCFG – que para mi fortuna tenía sus oficinas en EVANSTON, ciudad anexa a Chicago – y después de un examen oral que me hizo el Director de dicha institución, me informó que en tres días me daría respuesta en carta que enviaría contestando a la que yo le había llevado; tres días después me informó la administradora del Hospital que la solicitud hecha por su institución había sido respondida favorablemente.

Fue entonces cuando pude aplicar para hacer mi internado rotatorio en un Hospital aprobado por el estado. Por recomendación de un amigo cubano, fui aceptado en el Saint’s Anne Hospital en donde a la sazón hice mi internado rotario; tenía yo cuarenta años de edad, me tocó rotar por todos los servicios aun por aquellos que en nada me interesaban, como el de Ortopedia, pero debía cumplir con los requisitos para obtener el certificado de INTERNADO ROTARIO, ya con este en la mano podía aspirar a aplicar a un hospital aprobado que tuviera el programa de Obstetricia y Ginecología, fue así como me integré al COLUMBUS-CUNEO MEDICAL CENTER, de Chicago.

Por Israel Díaz Rodríguez

 

Desde el primer día que llegué al Hospital SANTANA, (EE.UU) los residentes que ya llevaban dos o tres años cumpliendo con el requisito para obtener sus diplomas de especialistas, me lo advirtieron:: “hazte amigo de Larry”. Con esta advertencia  intrigado les pregunté por qué debía hacerlo; me contestaron, porque si no le prestas atención a cuanto él te indique,  seguidamente te lo echas de enemigo y LARRY te calificará mal y esa calificación tiene un enorme valor para la aprobación de tu diploma.

No hubo de pasar mucho tiempo para saberlo, aquel hombrecito humilde de apariencia sencilla, que caminaba cojeando de una pierna, usando unos lentes con vidrios gruesos y rostro siempre adusto, lo había contratado el hospital para que sirviera de vigilante del personal que iba a ingresar a las salas de cirugía, por ello tan pronto hacía uno entrada a la sala donde nos debíamos vestir despojándonos de la ropa de calle, la primera persona con quien uno se encontraba era con aquel personaje usando mascarilla, botas y toda la indumentaria que se requería para entrar a un quirófano.

Su oficio consistía en vigilar a todo el personal que iba a entrar a una sala de cirugía, ya fuesen  enfermeras, instrumentadoras anestesiólogos, estudiantes de medicina, ayudantes de cirugía; todo ese personal debía ser autorizado por Larry; de manera que este cumpliendo con su deber, era riguroso en cuanto hacer cumplir todas las normas y reglas impuestas por las directivas del hospital.

Sentado unas veces, otras caminando de un lado para otro, no perdía de vista al personal que tuviera alguna relación con las salas de cirugía y su entorno; estaba tan atento para hacer cumplir su misión encomendada, que nada se le escapaba, si por alguna circunstancia a uno se le olvidaba ajustarse la mascarilla cubriendo la nariz y la boca, o si por descuido se ponía primero las botas cubriendo los zapatos y después tocaba alguna parte de la bata con la cual debía entrar al quirófano, Larry con los ojos bien abiertos y su voz de trueno sentenciaba.

¡Contaminado! – en inglés y español – y hacía que la persona a quien le había llamado la atención, se desvistiera tirando cuanto tenía ya puesto y no solo hacía que uno se quitara toda la indumentaria, sino que le obligaba a tirarla en una caneca en la cual se tiraba todo cuanto se consideraba contaminado.

Yo, obediente y atento a no cometer ninguna falta al desvestirme o sea quitarme la ropa de calle y ponerme la correspondiere para entrar a cirugía, temeroso de que LARRY me llamara la atención, cuidaba mucho de hacerlo delante de él, al decir verdad, nunca tuve problemas con LARRY; llegamos a ser tan buenos amigos que yo procuraba cada vez que me tocaba entrar a cirugía, lo primero que hacía era saludarlo.

Esto no quiere decir que valiéndome de su amistad, él me iba a perdonar cualquier infracción a la regla la cual aplicaba no solo a estudiantes, internos, residentes y profesores, no señor; las reglas eran las reglas, y debían ser aplicadas a todo el mundo. Por          los días en que ya yo estaba para terminar mi internado me iba para otro hospital a comenzar mi residencia en Obstetricia y Ginecología, como se lo había prometido muchas veces, le llevé a mi amigo LARRY unas cuantas libras de café COLOMBIANO.

Como algo muy especial y, cosa nunca hecha por él, se me acercó, extendió sus brazos y me dio un inesperado y cálido abrazo; pronunciando a la vez estas palabras; colombiano, te robaste mi cariño y aprecio, gracias por el café.

Hoy, 55 años después en esta cuarentena he recordado a mi amigo Larry; con que rigor haría él cumplir las normas dictadas por las autoridades de la salud, ¿cuántos como él lo era desde su humilde cargo se están necesitando en el mundo para conjurar la pandemia que nos azota?

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Mi consultorio siempre estuvo dentro de la Clínica  La Asunción, atendía a mis pacientes de lunes  a Viernes,  el Sábado se lo dedicaba a actividades hogareñas; la jornada de la mañana, empezaba a  las 10 am, puesto que de 7 a 10 am, comenzaba a hacer las cirugías programadas, el hecho de tener el consultorio en la clínica, me permitía atender sin afanes a mis pacientes obstétricas en trabajo de parto,  a las operadas y desde luego, las de la consulta de manera que me era fácil pues el consultorio estaba en el primer piso y  las pacientes  hospitalizadas, obstétricas y quirúrgicas repartidas entre el segundo y tercer piso.

Cuando llegaba a mi consultorio, lo encontraba colmado de pacientes las cuales atendía sin afán de acuerdo con su cita, a todas por igual les dedicaba el tiempo suficiente y necesario escuchando en primer lugar el motivo de su consulta con lo cual daba principio a la elaboración de su historia clínica, cuando la paciente era de primera consulta, las que iban por segunda vez que ya tenían su historia clínica, que regularmente eran controles, solo tenía que escucharles hablar de su evolución, hacerle su control físico y escribir en su historia los resultados de dicha evolución.

No ponía límite de tiempo para ningún caso, las pacientes exponían sus dolencias y yo solo les interrumpía cuando lo consideraba oportuno o necesario  con preguntas relacionadas con lo que me consultaban y algo más si lo ameritaba.

Cumplido este ritual, le pedía a mi auxiliar de enfermería que acompañara a la paciente al des -vestidero y cuando ya la auxiliar me informaba que la paciente estaba en la camilla con su bata  y cubierta con una sábana, pasaba a examinarla – previamente preguntándole si quería estar sola o acompañada por la enfermera. En suma, esto me tomaba casi una hora con cada paciente, lo cual no causaba inconformidad en las pacientes que esperaban su turno, porque ellas eran conscientes de que el mismo tempo les dedicaría a cada una al llegarle su turno.

Dado que atendía solo mujeres, en consideración a ellas, siempre llegaba al consultorio vestido a la usanza de esos tiempos, con saco y corbata, al entrar como tenía que pasar por la sala de espera, me detenía un poco y a todas saludaba; nunca visité a una paciente hospitalizada en pantuflas, bermuda o camiseta como si fuera para la playa.

Modestia aparte tenía yo un gran volumen diario de pacientes de manera que moverme de mi consultorio era difícil; por ello el día que mi secretaria me interrumpió asustada  al instante en que examinaba a una paciente y me dijo:

   “A la sala de espera ha llegado un señor con altanería diciendo que le diga a usted que él lo necesita urgentemente”.

   Yo pacientemente le contesté que le dijera que tuviera la bondad de esperar un momento.

   El hombre disgustado entró empujando la puerta y me dijo:

   “Usted se va conmigo ya mismo a las buenas o a las malas”

   Asustado le pregunté  ¿qué es lo que pasa?

   “No pregunte más y siga conmigo”, fue su respuesta.

En la puerta de la Clínica estaba parqueada una camioneta de vidrios polarizados en la cual me embarcó el hombre con modales rudos.

Una vez dentro de la camioneta, arrancó sin rumbo por mi conocido, en los asientos de atrás iban dos hombres que exhibían sus armas de fuego, o sea, pistolas de no se cuantos milímetros, en el camino al protestarle tímidamente, me amenazó con dejarme tirado en el camino, muerto de miedo no dije mas una palabra, llegamos a una casa no se de que barrio, me mandó bajar y seguidamente  me introdujo en un cuarto oscuro en donde alumbrada por una vela, estaba una mujer tendida en una cama.

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